o la inquietud de un árbol sin sombra.
No dejarse engañar por la insensiblidad
del piano ante los acordes rotos
de una modulación obscena y vanguardista.
Defender el verso con honesta irreverencia,
evitar que caiga en la desgracia infame
de una boca que no supo merecerlos.
Tocar el poema con el arte y la paciencia
de un ebanista ciego que recuerda los colores.
Violentar el cuerpo con cuatro obscenidades rimadas.
Desempolvar la métrica y el ritmo y dar en tiempo
y forma la bofetada que el lector ha buscado.
Ser el sol cuando haya muerto y nadie lo recuerde
así entre el hielo de los huesos alguien piense
"Era éste el tibio sol que no apreciamos".
Ser la noche con la muerte contra el marco de la puerta
fumando el último respiro de un cadáver
con su sonrisa de puta despechada que han violado.
No cuidar el sueño de ningún pueblo, más aún,
ostentar el pan allí donde el hambre es más impune
y ofenderlo hasta la revolución.
Abofetear al hombre que sin merecerlo tiene
el amor de la mujer amada.
Insultar los salones en los que ovacionan y buscar
siempre el aplauso entre los mancos.
Vivir indignado ante el elogio y morir feliz
de no tener un sólo éxito.
Escarmentar a las señoras de hombres célibes, y
apiadarse de ellos sin llegar tan lejos como ser solidario.
Matarse uno mismo y que el suicidio salpique
la blanca camisa al asesino.
Vivir con la justicia y morir impune.
Que en la lápida graben este último verso:
"Poeta del que al fin descansaremos".
(Arte poética, Tandil, 16 de junio, 2011)