Eras destierro, tierra negra, olvido y marea.
Y yo lo opuesto.
Dos alas estaban rotas. Un otoño de plumas
era la habitación entera.
No recuerdo cuándo fue que asesinamos al ángel.
Ni recuerdo cómo.
Pero habíamos perdido. Eso era seguro.
Las manchas blancas de sangre en las sábanas
eran nuestras y ajenas.
Creo que fue por eso que decidí marcharme.
Pero toda la escena se me hace una noche de lluvia en una carretera.
Después, un amanecer fingió, amablemente, una rutina.
Tus brazos eran tus piernas, mi cabeza un miembro viril
descompuesto vomitando un mal recuerdo.
No había distracciones suficientes y te mantenía atada
en mi cama pero de una forma diferente.
Era en vano. Todo.
Me llegaban voces, como ocurre siempre.
Gente diciendo que te había visto.
Y ¡qué me importa! me repetía sabiendo
que mucho me importabas todavía.
¿Quién abrió la puerta? Fue mi primer pregunta.
Sabía bien quién la había cerrado.
Y de a poco entendí que nada era importante en el pasado
porque estaba muerto u olvidado.
Si alguien piensa que son cosas diferentes
lo invito a enamorarse de cierta gente.
Me fui volviendo una planta que nadie cuida.
Pero no me marchitaba.
Me disfracé entonces. De otro hombre, con otro amor.
Y fue peor con dos amores.
Uno no lo olvidaba, al otro, que no lo amaba.
Se hicieron panteras y les crecieron dientes
afilados y garras.
Todo era en vano. Siempre faltabas. O no.
Decir que me faltabas era echarte una culpa
cuando en realidad lo que mataba, era la forma en que yo te buscaba.