Ya es imposible el amor...

Ya es imposible el amor entre nosotros.
   Ya te he visto una vez, apenas un instante.
   Ya te he mirado con ojos de quizá.
   Ya he pensado en hablarte, sin animarme.
   Ya te he guardado en mi mente durante el camino.
Ya te he imaginado junto a mi...

                Ya te inventé perfecta.
Ya es imposible el amor entre nosotros.

El mustio olor en los sentidos...

El mustio olor en los sentidos,
esa sensación corriente en todo muerto:
las flores muertas y el retrato descolorido.
Me acecha esta emoción, ¡aún vivo!

Sé la esperanza del cadáver que sueña con esas manos;
esas manos nuevas y buenas que se apiaden de la muerte:
las manos que pongan flores vivas.

Yo no he muerto, no en el cuerpo, no todavía.
Pero la presencia de flores marchitas me acecha:

Cada instante es otra infelicidad,
otro momento sin flores nuevas,
sin manos buenas.

Leticia (poema didáctico)

Leticia voló sobre los tejados

Sobrevoló un techo de tejas rojas
   con patio al fondo
      y pileta.
Pensó
   ¡Qué buenos seria
      vivir en esa casa!
Pero recordó que el abuelo
   le enseño a volar
      pero nunca a aterrizar.

¿Como hago para bajar? Se preguntó.
   Podría chocar contra algo, una torre,
      una pared...
         pero seria doloroso.
   Podría enredarme en las ramas de algún árbol
      aunque me rasguñarían las ramas.
¡Ya sé! dijo entonces
   volaré bajito cerca del suelo
   y le pediré a alguien que me agarre!
¡Así podré dejar de volar!

Comenzó entonces a volar en círculos
   una y otra vez aparecía el techo de tejas rojas
      y cada se vez se lo veía mas cerca!
Esta funcionando! gritó Leticia
   y así era realmente.

Cuando quiso acordar estaba ya tan cerca del suelo
   que casi podía tocar el techo
      y luego más abajo y más abajo...
¡Al fin logro volar casi rozando el césped!

Pero no había nadie en aquel patio,
   nadie que pudiera agarrarla de un brazo y bajarla!

Y Leticia siguió dando vueltas en círculos
   ¡Ya va a venir alguien! pensó
      y, poco a poco,
         sin darse cuenta,
         bajaba y bajaba cada vez mas.
      tanto que, sin darse cuenta,
   en una vuelta,
toco el agua y cayo a la pileta.

Leticia flotaba en el agua y recordaba
   cuando el abuelo le enseñaba:
      "volar? volar debe ser como salir a la vida...
aterrizar debe ser igual que morir".

A los Otros

Todo se vuelve tan estable,
   crece la luz y la esperanza vuelve...
somos como dos gotas de agua que durante mucho tiempo se perdieron en un océano de gente...
perdidos (entre tanta gente, tal vez???)...
                       encontrados...
   como saber los limites exacto de todo el mal que hemos hecho???
   como limitarnos a hacernos mas buenos y amarnos como si supiéramos amar???

te espero cada día que pasa y cada noche agonizo en la esquina fría de tu casa...
   cuanto quisiera que alguien aprendiese a comprender mi pena y mi espera...
   cuanto mas de velatorio si el anfitrión resucito????

cuantos no entienden estos renglones y sin embargo hablan...
                    cuantos que sin saber hablan...
por qué los hombres nos preguntan cosas??? por qué no entienden que los besos que me das siguen
                    siendo verdaderos???
como hacer para que los necios se hagan hombres y aprendan a callarse???

muchas horas llevamos de ver lo que los demás miran y, sin embargo,
nada vemos...
nos hacen ver otras caras y esas caras creen saber quienes somos...
yo se quien sos y vos sabes quien soy...
pero saben ellos quienes somos???

como alertarlos de la ignorancia sin decirles ignorantes???
como olvidarlos sin que se sientan muertos???
digamos que somos mas y ellos deberán entender...
digamos quienes somos para que sepan...
tal vez opinen sin saber, es común y muchos lo hacen...
                   sobre todo ellos...

que no pregunten porque no tengo ganas ya de responder...
lo mismo da el silencio cuando se habla a un sordo si no sabe ver las señales...

Te tengo esta noche...

Te tengo esta noche durmiendo en mi cama
y sé que tu cuerpo reposa sin tacto.
¡Si al menos la noche cubriera tus sombras!

Te tengo esta noche desnuda en mi cama
sabiéndote cerca, deseándote lejos.
¡Ojalá mis deseos no ensucien tu cuerpo!

Te tengo esta noche, inocente, en mi cama,
tan niña, tan virgen.
¡Que llegue la muerte a librarte de mí!

Te tengo esta noche oscura en mi cama,
inocente duermes, acaso excitada,
¡Que yo nunca sepa si gimen tus sueños!

¡Que nunca deje, niña, de soñarte mujer!

Los dos muertos

El Coronel Sambleu observó el escenario: el inmenso cuerpo decapitado del Inglés semicubierto por la arena del Sahara. Sangre y arena ocultaban gran parte del traje azul del legionario muerto.
El Inglés había asesinado a otro noble como él por una mujerzuela de los suburbios londinenses. Había huido de la justicia, se había refugiado entre aquellos animales del desierto. Ahora su cuerpo incompleto era el almuerzo de los buitres que ya proyectaban los tradicionales círculos de sombras sobre el cadáver. El Coronel interrogó al joven legionario que lo había hallado. Nadie supo responder acerca de la cabeza ausente. Si la habían llevado consigo los asesinos ya aparecería colgada de las murallas del campamento. Así se hacían entender los beduinos en ese infierno.
El cuerpo había sido hallado en el camino del agua, llamado así por ser el trayecto más corto y seguro hacia la única fuente donde podían proveerse de ese escaso recurso. Cada día un legionario marchaba durante seis horas bajo el inclemente sol del desierto. Uno de cada diez hombres no volvía. Pero los hombres de guerra no entienden de probabilidades: a un muerto debían seguir inflexiblemente nueve vivos. El día anterior al que le correspondía al Inglés ir en busca del agua un legionario no había regresado. Pero él, hombre culto y aficionado a estudiar, arriesgó una demostración contraria a aquella superstición: arregló un cambio con un anciano al que correspondía el décimo turno luego del muerto del día anterior. El Coronel hubiera impedido el cambio de no ser por compasión para con aquel anciano feliz de evitar una muerte segura. En aquel infierno el orden debía respetarse, cualquier error podría darles la victoria definitiva a los infieles. Ni un detalle podía pasarse por alto. Sambleu había aprendido esto desde un primer momento.
De regreso al campamento, el oficial extrajo entonces un papel arrugado de uno de sus bolsillos. Era una carta que había encontrado uno de sus hombres en la litera de “El Sable”. En ella, el legionario —que jamás se había ayudado de arma alguna por su descomunal fuerza— anunciaba que se marchaba del campamento conociendo los riesgos que correría en su larga marcha por el desierto. La mayor sorpresa fue que aquella bestia de guerra supiera escribir.
Nadie lamentó la muerte de aquel soberbio inglés. Durante toda la jornada, el Coronel estuvo como ausente. Sus hombres se sorprendieron de que un oficial tan acostumbrado a las pérdidas humanas sintiera tanto aquella en especial.
Sable había sido reclutado únicamente para sacarlo de la calle. Ingresó a la legión a los trece años y enseguida se acostumbró a aquella vida. A los dos meses de estar allí ya volvía victorioso con la sangre infiel en su uniforme. Parecía como si hubiera nacido para estar allí luchando contra el enemigo. A los diecisiete años ya había dejado de usar el tradicional sable para pelear con sus propias manos, de allí su único nombre ya que nadie supo nunca si tenía otro. Aquella proeza hizo que lo respetaran hasta los más experimentados. Luego fue el afecto, prohibido para quienes saben que la muerte ronda. Pero a Sable aprendieron a quererlo: a él nada podría pasarle. La mañana anterior se había marchado protegido por la noche. Esta pérdida dolía, ni siquiera el mismo Sable podría sobrevivir en el desierto los tres días de marcha por arenas enemigas hasta la primer ciudad aliada.
Mientras sus hombres no hubieran sido capaces de comprender sus pensamientos, el Coronel Sambleu meditaba en su despacho. Dos pérdidas que se le presentaban en su mente como una sola: el joven que hubiera matado a quien quisiera sacarlo de aquel desierto se había marchado; el hombre que hubiera matado para recuperar su libertad se había expuesto a una muerte segura para salvar la vida de un anciano que lo detestaba.
Sambleu buscó entonces en su mente todos los recuerdos acerca de ambos soldados. Descubrió que los había visto juntos más de lo que le pareció normal en dos hombres tan contrarios y distantes entre sí.
Recordó que Sable le había confesado varias veces en las últimas semanas que se aburría. El enemigo había limitado sus incursiones al camino del agua. Unas noches antes se había arriesgado a dar libertad a los hombres que debían realizar las guardias de la noche. Recordó también que la noche en que Sable huyó del campamento le correspondía al Inglés ocuparse de la vigilancia y que horas antes del atardecer había estado demasiado amistoso con Sable. A la mañana siguiente el joven se había marchado y ese mismo día el Inglés había emprendido su marcha hacia la muerte que lo esperaba en el camino del agua.
Volvió a releer la carta del muchacho. “Marcho en busca de lo único que me ha hecho feliz en la vida”, afirmaba el muchacho. —Luchar... los infieles...— pensó el Coronel. Decidió revisar la cama que Sable había ocupado durante varios años. No podría haberlo reconocido, pero lo extrañaba tanto o más que el resto de los legionarios.
Junto a la cama se hallaba el sable que el muchacho hacía años que no utilizaba. Recordó algo que no comprendió, se dirigió a un grupo de sus hombres y les ordenó que se alistaran: harían una expedición al camino del agua.
El cadáver continuaba allí, los buitres ya habían comenzado su trabajo. El Coronel se acercó y dio vuelta el cuerpo: buscaba algo que parecía no encontrar. Comenzó a registrar detalladamente el cuerpo. Extrajo de su bolsillo el colgante con la inscripción que aseguraba que el cadáver pertenecía al Inglés, la habían encontrado junto al cuerpo esa misma mañana. Tomó las manos muertas, ya deformadas por los picos de las aves, y las observó minuciosamente. Se levantó, indicó a sus hombres que lo siguieran y volvieron al campamento.
Una vez reunidos todos los hombres el Coronel fue claro en sus órdenes: saldrían a buscar al Inglés y lo llevarían encadenado delante de Sambleu. El mismo Coronel en persona vengaría el crimen de Sable.
Durante la marcha, el anciano Vincent se acercó al Coronel: los hombres sospechaban que el afecto por aquel muchacho había empañado la cordura del oficial. Sambleu prometió explicarlo todo una vez hallado el criminal. No debía perderse tiempo: el Inglés ya se habría alejado demasiado.
Luego de varias horas de marcha alguien divisó una chaqueta azul entre la arena. El enemigo lo había hallado antes: el cuerpo inmenso del Inglés muerto sobresalía entre la arena. En uno de los bolsillos de la chaqueta llevaba la medalla con la inscripción que rezaba “Sable”. A un lado, el acero con la sangre mezclada de beduinos y del muchacho.
De regreso al campamento, con la fría noche sobre los hombros, el coronel repetía:
—Lo engañó diciéndole que había visto infieles y el pobre muchacho le creyó...lo engañó para sacarlo del campamento y matarlo aprovechando su inocencia...sabía que no llevaría su arma y que no podría defenderse frente a alguien que tuviera tanta fuerza como la que él tenía...
El Inglés haría cualquier cosa por huir del campamento. Lejos de su patria nadie sabría de su pasado y hasta podría recuperar su vida de noble. Sambleu sabía esto desde que vio por primera vez al hombre, pero solo lo comprendió cuando se halló frente al cuerpo decapitado de Sable. La carta escrita en francés le hizo saber que el muchacho no había huido: Sable solo sabía escribir en la lengua de los infieles, la lengua de sus padres, de su pueblo, pero solo el Coronel sabía que Sable era hijo de beduinos, aún recordaba el día en que lo rescató de la lucha en la que murieron sus padres y luego cuando lo envió a París a casa de un senador que nunca se hizo cargo del niño. Cuando se encontró frente al limpio acero del muchacho comprendió que el cuerpo del Inglés debía tener el suyo, el infiel nunca usaría un arma enemiga. La ausencia de la espada junto al cuerpo aumentó sus sospechas. Además, el uso continuo del sable deja huellas en la mano del legionario, huellas diferentes a las que tendrían las manos de un muchacho que luchó toda su vida a puño limpio. El cuerpo decapitado conservaba huellas de la segunda clase. Sambleu recordó además que el Inglés había cambiado su turno con el anciano luego de que el Coronel había liberado a los hombres de las guardias nocturnas. El décimo día después del último muerto en el camino del agua coincidía con el día anterior a la guardia que correspondía al Inglés. Todo había sido planeado minuciosamente por el criminal. El Coronel Sambleu se reprochó no haberse dado cuenta de aquel plan desarrollado delante de sus propias narices.

La venganza

—Yo te amaba. Te amaba en serio, sabés. Por vos hubiera dejado todo. Te hubiera seguido hasta el fin del mundo. Sabés que hasta hubiera matado por tenerte conmigo. A vos, que me engañaste, me abandonaste... Pero me vengué, ya me he vengado. Siempre supe lo que iba a ser tu vida con él. Por eso dejé que te fueras con ese borracho que te quiere a golpes, a vos y a tus hijos.
Ella miró por encima del hombro de él, hacia los edificios que escondían el horizonte. Se detuvieron sus ojos en un balcón, en el hombre que fumaba contra la baranda, en el torso desnudo.
—Si hubiera sido otro lo hubiera matado... pero... igual el hombre no es culpable en estos casos. Vos elegiste; siempre es la mujer la que elige. Por eso quería que sufrieras. Que sufrieras como yo sufrí cuando me dejaste por él.
El hombre del balcón había terminado el cigarrillo y gesticulaba hacia dentro. Una mujer apareció junto a él, desnuda, envuelta en una toalla; lo abrazó, lo besó en los labios. Su atención se escapó con sus ojos hacia el feliz balcón.
—Todavía te veo llorando porque tenía que irme. Nos íbamos a casar, estaba todo listo para cuando volviera. Dos meses trabajando en la costa, con mis viejos. Después volvía con la plata que nos faltaba y nos casábamos. No podía ser más feliz, y vos tampoco, ¿te acordás que todo el tiempo decías eso?. Pero un día me lo dijeron: te habías ido con Marcos, no se sabía nada de vos. ¿Te imaginás cómo me sentí?
Ahora el hombre del balcón separaba el torso de la mujer desnuda del de él. Ella intentaba acercarse nuevamente y él otra vez la separaba. Ambos gesticulaban, discutían, tal vez.
—Los hubiese matado a los dos. No podía soportar aquello, no podría seguir viviendo sabiendo que me habían robado la felicidad. Entonces decidí vengarme: yo conocía bien al desgraciado ese, sabía que con él lo único que ibas a tener era palos y miseria. Él sería mi brazo, por medio de él yo llevaría a cabo mi venganza. Nadie mejor que él para hacerlo. Después me fui, tenía que esperar. Trabajé durante todo este tiempo; no quería saber nada de vos. Me alejé todo lo que pude, viajé, viajé todo lo que pude, con cualquier excusa me iba de un lugar a otro. Hasta ahora, que puedo ver que mi venganza se llevó a cabo.
La mujer había desaparecido por un momento, luego había vuelto vestida, con su bolso colgando como un péndulo de su hombro. Ahora se acercaba al hombre para besarlo por última vez, él la volvía a separar. Ella desapareció del balcón. Entonces sus ojos volvieron a posarse en los de él, que la miraba con pena, con la compasión del que conoce los caminos que el pasado podría haber tomado.
—Estás distinta. Vos eras hermosa, te acordás. Ahora estás flaca, parecés enferma. El pelo como sucio. Te ves tan descuidada, tan maltratada por vos misma que pareces otra. Ya no vales ni por el recuerdo de lo que eras, no valés para nada. Sufrís porque sabés que conmigo todo hubiera sido distinto, se nota en los ojos tristes con los que me mirás. Pero mejor andá, que tu marido deba tener hambre; no lo hagas esperar que si no te va a fajar de nuevo...
En el fondo, un hombre con el torso desnudo fumaba apoyado en la baranda del balcón; más abajo, en la calle, nacía una leve sonrisa en el rostro del hombre que se había vengado.

La revolución

Eran dos figuras de arcilla, sobre el suelo arcilloso que los albergaba. Por el oeste se iba poniendo el sol tiñendo de colorado el horizonte. Los dos puntos recortados sobre el firmamento descansaban. Era la hora del descanso, el atardecer. Conversaban a la sombra del viejo árbol que plantaran sus ancestros. Eran los dueños de aquellas tierras desde el principio, desde que llegaron y se instalaron y las convirtieron en sembradíos. El sol los encontraba agotados por el trabajo. Hasta que el astro mayor no se ocultara tras el cerro del lado del camino no se dejaba de surcar, de sembrar, de cosechar. Siempre habría para hacer algo. Padre e hijo descansaban lo que tardara en consumirse el papel enrollado alrededor de un poco de tabaco. Dos veces al día descansaban para fumar, una para almorzar.
Las dos figuras imitaban estatuillas de barro, inmóviles. Sólo conversaban, y descansaban. Estáticas formas de tierra en la tierra, cuerpos inertes sobre la tierra fértil. Al principio fue al revés: cuerpos vivos sobre tierra estéril. Cada generación daba en ofrenda parte de su vitalidad a las tierras que el gobierno de turno les había dado. De ello dependían sus vidas. Ahora solo quedaban figurillas de barro, y ricos sembradíos.
La mujer les dio el movimiento. Les llevaba algo de alcohol para refrescar la garganta, para humedecer los arcillosos labios. Esa hora traía las primeras brisas, anunciaba la noche fresca: el arco iris luego del diluvio, la promesa de dicha de un Dios incierto que recompensaría el esfuerzo. Los dos hombres bebieron, y conversaron, y fumaron. La noche se acercaba con su aire danzarín, con su frescor vital.
—Mire tata, parece quivá ver viento. Mire como se livanta tierra.
El padre estiró el cuello para ver más lejos.
—No, mi’jo, sieso nos viento. Algo se viene, y es grande.
Por el lado del camino se acercaban varios hombres al galope. Eran de la guardia, y se acercaban armados. Unos veinte hombres con las armas a la vista se detuvieron a unos metros de la casa. Uno de ellos, un oficial se acercó al trote, sin desmontar.
—¿Qui se le ofrece, oficial?
—Alimento y algo para beber, nomás. Pagando por supuesto.
El campesino miró a su mujer.
—Algo debe’aber.—respondió ella y se fue para adentro. El oficial hizo un gesto a sus hombres, desmontaron todos y se acercaron. Con los caballos quedó un hombre atado a una de las bestias, con el cuerpo agotado y sucio con sangre.
—Y ese, oficial. Si se puede preguntar, vio.
—Sabrá que el pueblo se ha levantado contra el gobierno.
—Algo sabía... pero que’ran ustedes no el pueblo.
—Nosotros tenemos las armas, el pueblo trabaja, nosotros nos sacrificamos por el pueblo.
—Pero, ¿y ese?
—Estaba del lado del gobierno, se negó a darnos el tabaco y el alcohol que tenía en la casa.
—Pero’ficial... si es el José, qui’tiene las tierras d’aquel lado del cerro. ¡Qui va’star del lado del gobierno! Si no sabemos quién es el gobierno siquiera. Nosotros trabajamos y nada más.
—¿No querrá hacerle compañía, no? Lo veo bien para ser del gobierno.
La mujer volvió con algo de tabaco y alcohol en un saco tejido por ella misma.
—¿Esto hay no más? Mire que somos demasiados.
—Es lo qui’ay oficial, acá somos pobres.
—No se preocupe buen hombre, cuando el pueblo triunfe verá como se hace justicia y se les da lo que merecen.
—Lo único que queremos es qui no’aya más revoluciones, oficial. Cada vez que’l pueblo se livanta al pueblo lo dejan sin comida los que se livantan.
El oficial lo sentó de una bofetada y con un gesto llamó a dos de sus hombres. Los dos guardias que se acercaron comenzaron a golpear al campesino hasta que éste se quedó quieto y ensangrentado en el suelo. El oficial dio la orden de montar y le sacó la bolsita de la mano a la mujer. Se volvió y montó.
—No lo llevamos para que vean que somos buenos. Nos dan estas miserias que se las pagamos con sangre y encima se quejan. Desgraciados ingratos. Cuando triunfe ésta revolución van ver lo que les espera a los que son como éste.
El oficial se adelantó y los demás lo siguieron al galope. Detrás de la caravana iba el hombre que llevaban atado, llevando el paso de los caballos como podía.
La mujer se fue para adentro, los dos hombres quedaron quietos, sentados.
El sol ya había desaparecido detrás del cerro, apenas si quedaba algo de luz en el aire. La noche estaba cerca, se notaba por el frío. Padre e hijo descansaban bajo el árbol que plantaron sus ancestros. Apenas conversaban, sin tabaco, sin alcohol. Mordían algunos mendrugos de pan que quedaban del almuerzo. Pronto irían a dormir, habría que dormir para seguir labrando al día siguiente. Sobre el suelo arcilloso que los albergaba, descansaban los dos hombres, estatuillas de arcilla recortadas sobre el firmamento.

¡Qué bellos cuernos tienes!

¡Qué bellos cuernos tienes, Abuelita!—dijo Caperucita.
El Lobo se levantó deprisa de la cama y corrió hasta el espejo. Permaneció un rato mirándose, no había nada extraño en su cabeza. Se volteó para ver a Caperucita, que lo observaba sin comprender. Pensó en la Loba, la imaginó entre las cuatro patas de otro lobo mientras él trabajaba para poder alimentarla. Se acercó a la cama y se quedó pensativo por un instante. Luego se echó a llorar. Se le revolvían la bronca y el amor en el estómago. Volvió a mirar a Caperucita, ya no tenía hambre. Ya no podría digerir ningún bocado.
La joven se le acercó y comenzó a besarle el cuello y el rostro. Le quitó el camisón de la abuela y lo recostó en la cama. Se acomodó sobre él y le recorrió todo el cuerpo con su lengua y con sus manos. El Lobo se dejó llevar por el placer, la niña ya no le tenía miedo sino compasión. Luego compartieron la canasta de comida que había llevado la niña para su abuela.
Caperucita pensó en el leñador, el Lobo en su loba. Se arreglaron las ropas y continuaron con el cuento que todos conocemos.

Diálogo

DIÁLOGO ENTRE UN HOMBRE Y UN DIOS:

—Sólo a la muerte le temo. ¿Por qué nos has hecho mortales?
—Porque sólo a los hombres le temo...

El corsario

Entre las velas ardientes de las naves vencidas
   se aferra el corsario a su madera:
   ha perdido su batalla, ha caído
ante otro hombre.
   Los restos de su navío son su alma,
   ardiendo, hundiéndose.
   Ha sido derrotado y ahoga su pensamiento
en ese mar que lo ahoga.

No hay dolor que le sea ajeno
   y el océano ya no le parece infinito
   ahora que lo ve desde adentro.
Ninguna vida es ajena,
   y la muerte ya no le parece infinita
ahora…

Eres hembra maligna y bruta...

Eres hembra maligna y bruta,
de loco corazón.
Aturdes al amor con tu estrepitosa risa
cuando disfrutas los frutos de la traición.
Odias al pastor que te da una melodía,
¡Lo odias pos ser bondad y ser amor!
¡Lo odias porque es bueno!
¡porque odias al bien y al amor!
¡No soportas que el hombre bueno te ame!
¡No soportas su amor de verdad!
Prefieres lo inicuo, la traición; al execrable;
prefieres el amor hipócrita del que no te ama
del que solo te busca como hembra y animal,
del que no exige entrega verdadera.
¡Por eso te gusta: eres hija del Cabrio!
Y de madre tienes a la Hipócrita Mentira;
eres hermana de las Apariencias.

¡Eres hembra, maligna, y bruta; y odias al amor!

Sabrás que el falso amor...

Sabrás que el falso amor acecha tu puerta,
cual ave rapaz diestra en nocturna espera
de presa candorosa, que aún no yerta,
provoca con su encanto de rosa tierna.

Tu corazón has de mantener alerta
por no ceder al falso amor tu primavera;
mas nunca dejes tu dilección abierta
mas que a la rosa de pretensión sincera.

Llegará tu rosa a saciarse en la fuente
nacida del jardín septembral si esperas
cerrada ante el reclamo de quiméricas

proezas y promesas, ardid de sierpes
que envenenan de las rosas florecidas
la frescura que les da la primavera.

Entonces seré rosa

Entonces seré rosa
vuelta significado
en las manos amadas,
en las manos vedadas.

Entonces seré yo,
dilapidando delirios,
imitando la poesía,
nutriendo desventuras,
suponiendo seguridades,
aletargando la existencia,
soñando la muerte,
vislumbrando tu cuerpo,
demandando tu cuerpo,
urdiendo tu cuerpo,
concibiendo tu cuerpo,
cuando me sea preciso y fatal.

Entonces serás tú,
sentencias agónicas,
certeza de cenizas,
circunstancial de ausencia,
verbo conjugado en jamás imperfecto
en los labios prescindidos,
hambrientos de rosas en manos seducidas.

Entonces será el mundo
el lugar de nuestra ausencia,
costal de desesperaciones
desesperadas, desahuciadas
tierra estéril para el celo.


Entonces seré un hombre
colmado de vicios:
desánimo, soledad, fracaso.


Entonces seré amor
entonces seré muerte
entonces moriré... entonces te amaré

Angel

(Angel)

Robé una pluma de tus alas
   y escribí con ella una canción;
   el olor de mi poema te embriagó,
   despertaste y besaste el papel
   creyendo que en mis versos dormía yo.

Te escribí entonces otra canción,
   y el sabor de mi poema te embriagó.
   Despertaste y me besaste en los labios
   Comprendiendo que en tu amor dormía yo.