¡Qué absurdo silencio el de los tigres...
¡Qué absurdo silencio el de los tigres
cuando la sabana se obscurece
y se hace eterna la sombra de los elefantes!
Esa hora en que los cuervos desperezan sus alas
o la serpiente envuelve la rama con sus aceites
o la jirafa descansa la vista infinita que le dio un dios negro y desnudo.
Todo es salvaje silencio y algún vuelo apenas si alcanza a rozarla a la noche como un látigo.
Los jazmines, lejos, se desprenden de la tarde muerta
y reencarnada en los aromas blancos de la negra noche
y los cristales se enfrían aunque afuera, en el jardín, la noche esté tibia.
Todo se duerme menos el instinto del hombre que ama
y en su desvelo nombra a una mujer.
Allí, en la distancia circular del planeta,
donde el horizonte resbala lento y cae
en las fauces hambrientas del amanecer,
está ella, que espera y que sueña y que no sabe
que mientras acaba el último delirio onírico de su imaginación
un hombre batalla con su suerte queriendo dejar de pronunciarla como un loco
para morirse de una vez en la noche y asesinarse el futuro con un sueño imposible.
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