Doce noches con sus doce días han sido contadas
y a cada una le ha correspondido un nombre de mujer.
En una casa alta construida con piedras un sacerdote
apuesta a una hembra su nariz
y ambos pierden.
La Serpiente reina en esa casa:
se alimenta de vírgenes que un dios-jaguar secuestra en la selva.
Así es este mundo, tan distinto
tan alejado
de la colosal ciudad que el Dragón abandonó
huyendo del fuego de sus propias palabras.
Aquí todo se ha escrito desde hace doce noches:
el mundo sobrevivirá doce soles;
luego, la noche trece se quebrará:
todo se volverá oscuro.
Quien no haya aprendido de memoria su camino, lo perderá;
quien haya olvidado el nombre de su Dueña dormirá en una cama sin sueños
y sin embargo, en su desvelo soñará todas sus muertes
y abrazará a la Traición aunque no duerma con ella
y morirá ciento cuarenta y cuatro veces ─doce por cada noche─
sin ver la luna
y renacerá sin memoria ciento cuarenta y cuatro años ─doce por cada día─
sin ver el sol.
Entonces, cuando se cuenten la noche trece, recordará el canto
que un Dios le enseñó y romperá el círculo: liberará a la Doncella
que mató doce veces durante las doce noches anteriores
y así también se hará su liberación.
El día trece dejará la selva y los ríos y los volcanes
y volverá el Rey sin trono a cruzar el lago
del que Ziuzudra bebió la inmortalidad,
se detendrá un momento en la tumba de su leal amigo
leerá en voz alta de la lápida su propio epitafio
y así recordará quién ha sido
y tocará, finalmente, a la puerta que prometió regresar.