Los dos muertos

El Coronel Sambleu observó el escenario: el inmenso cuerpo decapitado del Inglés semicubierto por la arena del Sahara. Sangre y arena ocultaban gran parte del traje azul del legionario muerto.
El Inglés había asesinado a otro noble como él por una mujerzuela de los suburbios londinenses. Había huido de la justicia, se había refugiado entre aquellos animales del desierto. Ahora su cuerpo incompleto era el almuerzo de los buitres que ya proyectaban los tradicionales círculos de sombras sobre el cadáver. El Coronel interrogó al joven legionario que lo había hallado. Nadie supo responder acerca de la cabeza ausente. Si la habían llevado consigo los asesinos ya aparecería colgada de las murallas del campamento. Así se hacían entender los beduinos en ese infierno.
El cuerpo había sido hallado en el camino del agua, llamado así por ser el trayecto más corto y seguro hacia la única fuente donde podían proveerse de ese escaso recurso. Cada día un legionario marchaba durante seis horas bajo el inclemente sol del desierto. Uno de cada diez hombres no volvía. Pero los hombres de guerra no entienden de probabilidades: a un muerto debían seguir inflexiblemente nueve vivos. El día anterior al que le correspondía al Inglés ir en busca del agua un legionario no había regresado. Pero él, hombre culto y aficionado a estudiar, arriesgó una demostración contraria a aquella superstición: arregló un cambio con un anciano al que correspondía el décimo turno luego del muerto del día anterior. El Coronel hubiera impedido el cambio de no ser por compasión para con aquel anciano feliz de evitar una muerte segura. En aquel infierno el orden debía respetarse, cualquier error podría darles la victoria definitiva a los infieles. Ni un detalle podía pasarse por alto. Sambleu había aprendido esto desde un primer momento.
De regreso al campamento, el oficial extrajo entonces un papel arrugado de uno de sus bolsillos. Era una carta que había encontrado uno de sus hombres en la litera de “El Sable”. En ella, el legionario —que jamás se había ayudado de arma alguna por su descomunal fuerza— anunciaba que se marchaba del campamento conociendo los riesgos que correría en su larga marcha por el desierto. La mayor sorpresa fue que aquella bestia de guerra supiera escribir.
Nadie lamentó la muerte de aquel soberbio inglés. Durante toda la jornada, el Coronel estuvo como ausente. Sus hombres se sorprendieron de que un oficial tan acostumbrado a las pérdidas humanas sintiera tanto aquella en especial.
Sable había sido reclutado únicamente para sacarlo de la calle. Ingresó a la legión a los trece años y enseguida se acostumbró a aquella vida. A los dos meses de estar allí ya volvía victorioso con la sangre infiel en su uniforme. Parecía como si hubiera nacido para estar allí luchando contra el enemigo. A los diecisiete años ya había dejado de usar el tradicional sable para pelear con sus propias manos, de allí su único nombre ya que nadie supo nunca si tenía otro. Aquella proeza hizo que lo respetaran hasta los más experimentados. Luego fue el afecto, prohibido para quienes saben que la muerte ronda. Pero a Sable aprendieron a quererlo: a él nada podría pasarle. La mañana anterior se había marchado protegido por la noche. Esta pérdida dolía, ni siquiera el mismo Sable podría sobrevivir en el desierto los tres días de marcha por arenas enemigas hasta la primer ciudad aliada.
Mientras sus hombres no hubieran sido capaces de comprender sus pensamientos, el Coronel Sambleu meditaba en su despacho. Dos pérdidas que se le presentaban en su mente como una sola: el joven que hubiera matado a quien quisiera sacarlo de aquel desierto se había marchado; el hombre que hubiera matado para recuperar su libertad se había expuesto a una muerte segura para salvar la vida de un anciano que lo detestaba.
Sambleu buscó entonces en su mente todos los recuerdos acerca de ambos soldados. Descubrió que los había visto juntos más de lo que le pareció normal en dos hombres tan contrarios y distantes entre sí.
Recordó que Sable le había confesado varias veces en las últimas semanas que se aburría. El enemigo había limitado sus incursiones al camino del agua. Unas noches antes se había arriesgado a dar libertad a los hombres que debían realizar las guardias de la noche. Recordó también que la noche en que Sable huyó del campamento le correspondía al Inglés ocuparse de la vigilancia y que horas antes del atardecer había estado demasiado amistoso con Sable. A la mañana siguiente el joven se había marchado y ese mismo día el Inglés había emprendido su marcha hacia la muerte que lo esperaba en el camino del agua.
Volvió a releer la carta del muchacho. “Marcho en busca de lo único que me ha hecho feliz en la vida”, afirmaba el muchacho. —Luchar... los infieles...— pensó el Coronel. Decidió revisar la cama que Sable había ocupado durante varios años. No podría haberlo reconocido, pero lo extrañaba tanto o más que el resto de los legionarios.
Junto a la cama se hallaba el sable que el muchacho hacía años que no utilizaba. Recordó algo que no comprendió, se dirigió a un grupo de sus hombres y les ordenó que se alistaran: harían una expedición al camino del agua.
El cadáver continuaba allí, los buitres ya habían comenzado su trabajo. El Coronel se acercó y dio vuelta el cuerpo: buscaba algo que parecía no encontrar. Comenzó a registrar detalladamente el cuerpo. Extrajo de su bolsillo el colgante con la inscripción que aseguraba que el cadáver pertenecía al Inglés, la habían encontrado junto al cuerpo esa misma mañana. Tomó las manos muertas, ya deformadas por los picos de las aves, y las observó minuciosamente. Se levantó, indicó a sus hombres que lo siguieran y volvieron al campamento.
Una vez reunidos todos los hombres el Coronel fue claro en sus órdenes: saldrían a buscar al Inglés y lo llevarían encadenado delante de Sambleu. El mismo Coronel en persona vengaría el crimen de Sable.
Durante la marcha, el anciano Vincent se acercó al Coronel: los hombres sospechaban que el afecto por aquel muchacho había empañado la cordura del oficial. Sambleu prometió explicarlo todo una vez hallado el criminal. No debía perderse tiempo: el Inglés ya se habría alejado demasiado.
Luego de varias horas de marcha alguien divisó una chaqueta azul entre la arena. El enemigo lo había hallado antes: el cuerpo inmenso del Inglés muerto sobresalía entre la arena. En uno de los bolsillos de la chaqueta llevaba la medalla con la inscripción que rezaba “Sable”. A un lado, el acero con la sangre mezclada de beduinos y del muchacho.
De regreso al campamento, con la fría noche sobre los hombros, el coronel repetía:
—Lo engañó diciéndole que había visto infieles y el pobre muchacho le creyó...lo engañó para sacarlo del campamento y matarlo aprovechando su inocencia...sabía que no llevaría su arma y que no podría defenderse frente a alguien que tuviera tanta fuerza como la que él tenía...
El Inglés haría cualquier cosa por huir del campamento. Lejos de su patria nadie sabría de su pasado y hasta podría recuperar su vida de noble. Sambleu sabía esto desde que vio por primera vez al hombre, pero solo lo comprendió cuando se halló frente al cuerpo decapitado de Sable. La carta escrita en francés le hizo saber que el muchacho no había huido: Sable solo sabía escribir en la lengua de los infieles, la lengua de sus padres, de su pueblo, pero solo el Coronel sabía que Sable era hijo de beduinos, aún recordaba el día en que lo rescató de la lucha en la que murieron sus padres y luego cuando lo envió a París a casa de un senador que nunca se hizo cargo del niño. Cuando se encontró frente al limpio acero del muchacho comprendió que el cuerpo del Inglés debía tener el suyo, el infiel nunca usaría un arma enemiga. La ausencia de la espada junto al cuerpo aumentó sus sospechas. Además, el uso continuo del sable deja huellas en la mano del legionario, huellas diferentes a las que tendrían las manos de un muchacho que luchó toda su vida a puño limpio. El cuerpo decapitado conservaba huellas de la segunda clase. Sambleu recordó además que el Inglés había cambiado su turno con el anciano luego de que el Coronel había liberado a los hombres de las guardias nocturnas. El décimo día después del último muerto en el camino del agua coincidía con el día anterior a la guardia que correspondía al Inglés. Todo había sido planeado minuciosamente por el criminal. El Coronel Sambleu se reprochó no haberse dado cuenta de aquel plan desarrollado delante de sus propias narices.