¡Qué bellos cuernos tienes!

¡Qué bellos cuernos tienes, Abuelita!—dijo Caperucita.
El Lobo se levantó deprisa de la cama y corrió hasta el espejo. Permaneció un rato mirándose, no había nada extraño en su cabeza. Se volteó para ver a Caperucita, que lo observaba sin comprender. Pensó en la Loba, la imaginó entre las cuatro patas de otro lobo mientras él trabajaba para poder alimentarla. Se acercó a la cama y se quedó pensativo por un instante. Luego se echó a llorar. Se le revolvían la bronca y el amor en el estómago. Volvió a mirar a Caperucita, ya no tenía hambre. Ya no podría digerir ningún bocado.
La joven se le acercó y comenzó a besarle el cuello y el rostro. Le quitó el camisón de la abuela y lo recostó en la cama. Se acomodó sobre él y le recorrió todo el cuerpo con su lengua y con sus manos. El Lobo se dejó llevar por el placer, la niña ya no le tenía miedo sino compasión. Luego compartieron la canasta de comida que había llevado la niña para su abuela.
Caperucita pensó en el leñador, el Lobo en su loba. Se arreglaron las ropas y continuaron con el cuento que todos conocemos.