Eran dos figuras de arcilla, sobre el suelo arcilloso que los albergaba. Por el oeste se iba poniendo el sol tiñendo de colorado el horizonte. Los dos puntos recortados sobre el firmamento descansaban. Era la hora del descanso, el atardecer. Conversaban a la sombra del viejo árbol que plantaran sus ancestros. Eran los dueños de aquellas tierras desde el principio, desde que llegaron y se instalaron y las convirtieron en sembradíos. El sol los encontraba agotados por el trabajo. Hasta que el astro mayor no se ocultara tras el cerro del lado del camino no se dejaba de surcar, de sembrar, de cosechar. Siempre habría para hacer algo. Padre e hijo descansaban lo que tardara en consumirse el papel enrollado alrededor de un poco de tabaco. Dos veces al día descansaban para fumar, una para almorzar.
Las dos figuras imitaban estatuillas de barro, inmóviles. Sólo conversaban, y descansaban. Estáticas formas de tierra en la tierra, cuerpos inertes sobre la tierra fértil. Al principio fue al revés: cuerpos vivos sobre tierra estéril. Cada generación daba en ofrenda parte de su vitalidad a las tierras que el gobierno de turno les había dado. De ello dependían sus vidas. Ahora solo quedaban figurillas de barro, y ricos sembradíos.
La mujer les dio el movimiento. Les llevaba algo de alcohol para refrescar la garganta, para humedecer los arcillosos labios. Esa hora traía las primeras brisas, anunciaba la noche fresca: el arco iris luego del diluvio, la promesa de dicha de un Dios incierto que recompensaría el esfuerzo. Los dos hombres bebieron, y conversaron, y fumaron. La noche se acercaba con su aire danzarín, con su frescor vital.
—Mire tata, parece quivá ver viento. Mire como se livanta tierra.
El padre estiró el cuello para ver más lejos.
—No, mi’jo, sieso nos viento. Algo se viene, y es grande.
Por el lado del camino se acercaban varios hombres al galope. Eran de la guardia, y se acercaban armados. Unos veinte hombres con las armas a la vista se detuvieron a unos metros de la casa. Uno de ellos, un oficial se acercó al trote, sin desmontar.
—¿Qui se le ofrece, oficial?
—Alimento y algo para beber, nomás. Pagando por supuesto.
El campesino miró a su mujer.
—Algo debe’aber.—respondió ella y se fue para adentro. El oficial hizo un gesto a sus hombres, desmontaron todos y se acercaron. Con los caballos quedó un hombre atado a una de las bestias, con el cuerpo agotado y sucio con sangre.
—Y ese, oficial. Si se puede preguntar, vio.
—Sabrá que el pueblo se ha levantado contra el gobierno.
—Algo sabía... pero que’ran ustedes no el pueblo.
—Nosotros tenemos las armas, el pueblo trabaja, nosotros nos sacrificamos por el pueblo.
—Pero, ¿y ese?
—Estaba del lado del gobierno, se negó a darnos el tabaco y el alcohol que tenía en la casa.
—Pero’ficial... si es el José, qui’tiene las tierras d’aquel lado del cerro. ¡Qui va’star del lado del gobierno! Si no sabemos quién es el gobierno siquiera. Nosotros trabajamos y nada más.
—¿No querrá hacerle compañía, no? Lo veo bien para ser del gobierno.
La mujer volvió con algo de tabaco y alcohol en un saco tejido por ella misma.
—¿Esto hay no más? Mire que somos demasiados.
—Es lo qui’ay oficial, acá somos pobres.
—No se preocupe buen hombre, cuando el pueblo triunfe verá como se hace justicia y se les da lo que merecen.
—Lo único que queremos es qui no’aya más revoluciones, oficial. Cada vez que’l pueblo se livanta al pueblo lo dejan sin comida los que se livantan.
El oficial lo sentó de una bofetada y con un gesto llamó a dos de sus hombres. Los dos guardias que se acercaron comenzaron a golpear al campesino hasta que éste se quedó quieto y ensangrentado en el suelo. El oficial dio la orden de montar y le sacó la bolsita de la mano a la mujer. Se volvió y montó.
—No lo llevamos para que vean que somos buenos. Nos dan estas miserias que se las pagamos con sangre y encima se quejan. Desgraciados ingratos. Cuando triunfe ésta revolución van ver lo que les espera a los que son como éste.
El oficial se adelantó y los demás lo siguieron al galope. Detrás de la caravana iba el hombre que llevaban atado, llevando el paso de los caballos como podía.
La mujer se fue para adentro, los dos hombres quedaron quietos, sentados.
El sol ya había desaparecido detrás del cerro, apenas si quedaba algo de luz en el aire. La noche estaba cerca, se notaba por el frío. Padre e hijo descansaban bajo el árbol que plantaron sus ancestros. Apenas conversaban, sin tabaco, sin alcohol. Mordían algunos mendrugos de pan que quedaban del almuerzo. Pronto irían a dormir, habría que dormir para seguir labrando al día siguiente. Sobre el suelo arcilloso que los albergaba, descansaban los dos hombres, estatuillas de arcilla recortadas sobre el firmamento.