Ahí está el barrio en el que jugaba
tirándole piedras a los trenes,
en el que andaba en bicicleta,
el de los primeros suspiros
por un amor temprano y quebrado
como mi niñez.
Ahí está la mañana de un dos de agosto,
cuando una vieja de negra túnica me confeso al oído
que la vida es una puta resentida
y que no hay final feliz cuando se nace.
Ahí están los curas y la cruz
y las lecciones de odio eterno.
Ahí están los primeros amigos,
los que son eternos niños,
los que aun están porque algo
habré hecho para tenerlos todavía.
Ahí esta la adolescencia, la calle,
los primeros cigarrillos, las mujeres,
la libertad, la confusión inconfundible
de una edad confusa.
Mi norte, mis casas de piedra, el Pucará, Tilcara,
los padres postizos que me enseñaron.
Ahí esta la vida entrando a mi vida.
El amor, que me traía como títere
descosido por la vida.
La vida, marioneta gusaneada de unos pocos.
Todo paso tan rápido desde ese dos de agosto
que bien podría haber muerto yo también en el camino
y aun así no recordarlo.
Todo se volvió confuso, ajeno,
tan perverso
que si alguna vez he sonreído
ha de ser equivocado.
En una casa de la calle Alberdi,
a los siete años, aprendí el cinismo.
Hoy, que a nadie le importa nadie,
me tengo para un consuelo tonto.
Esta noche resucito de a ratos para abrazarte
y no te tengo. Será que no te he dicho
lo que tengo muerto.
Será que tu me abrazas y yo,
bajo la tierra, reverdezco.